Ser jefe
ya no es lo que era
Fuente: A. HARGREAVES, Profesorado, cultura y postmodernidad. (Cambian los tiempos, cambia el profesorado), Madrid, Ediciones Morata, 1996.
La tarea de dirección de grupos humanos no es una cuestión de ordenar y
controlar.
La idea de jefe como jerarca ha cambiado o, más precisamente, transita
hacia un cambio muy relevante.
La jerarquía entendida como control desalienta
el desarrollo del compromiso y la responsabilidad, obstaculiza el trabajo creativo
de casi todos y, por supuesto, concibe el trabajo en equipo.
La tarea de dirección
de grupos humanos no resiste una práctica restringida al mantenimiento del orden
y del control a través de los procedimientos.
Las premisas de trabajo del modelo burocrático se apoyan en la necesidad
de generar rutinas de trabajo, de censurar el desarrollo de criterios propios por
parte del operador, privilegiando la organización centralizada, la planificación
detallada de los rituales, y las tareas individuales que se encadenan a través de
múltiples procesos de inspección y control.
Para “administrar lo dado” se requieren
ciertas certidumbres: de tecnologías, de mercados, de calidades, certidumbres
con las que ya no contamos.
Sacudidos por fuertes transformaciones sociales, políticas, productivas y
tecnológicas, vivimos en contextos más complejos, dinámicos, exigentes y
cambiantes, en tiempos turbulentos donde lo que se sabe no alcanza para impulsar
y generar cambios, y donde es necesario reconocer la necesidad de otros saberes
y competencias.
¿Qué inhibió la cultura de la jerarquía?
El modelo clásico de la administración diseñó cadenas de jerarquías. A cada
función de una organización se correspondía una línea de control basada en normativas
externas, generales y formales.
La jerarquía entendida como control desalentó el
desarrollo de un sentido de compromiso con la calidad del trabajo y se tradujo en
rigidez, pérdidas de calidad y deterioro de las empresas.
La jerarquía, con sus niveles y prácticas de control, desaprovecha la
oportunidad de incorporar la creatividad y el criterio de los actores, así como
la de formar una ética de la responsabilidad en todos los escalones de una
organización.
El dinamismo actual exige, en cambio, desarrollar a pleno las
capacidades del ser humano eliminando los resabios del modelo de la
administración que aún obstaculizan la puesta en práctica de redes de cooperación
y la posibilidad de trabajar formando equipos que puedan desarrollar al máximo
la profesionalidad de los sujetos de las organizaciones.
La cultura de la jerarquía administró
regularidades pero aplastó el cambio
Los procesos de trabajo del modelo clásico se apoyaban en la necesidad de
generar rutinas de trabajo, de programar totalmente esos procesos según
criterios-estándares independientemente de las capacidades personales.
La regulación minuciosa del trabajo priva a las organizaciones de dos aspectos
centrales en un proceso de fortalecimiento: el aprendizaje y la innovación; si el trabajo
se realiza en forma estandarizada, quizás pueda lograrse regularizar su ritmo, pero
seguramente no quedarán espacios para los aportes personales; no habrá lugar para
incorporar nuevos procedimientos, ni para inventos que conduzcan a innovaciones.
Un sistema de jerarquías administra lo previsible, lo regulado, pero no puede
desatar innovaciones. Para innovar verdaderamente es necesario promover una
ruptura con las rutinas, las tradiciones y con todo lo que conserva los altos niveles
de complacencia en la cultura “del siempre fue así”.
La dirección en un entorno de incertidumbre
La idea de conducción ligada sólo a la noción de jerarquía sucumbe frente a
la nueva situación de incertidumbre, quiebres históricos y transformaciones. Está
en crisis la concepción de que una organización requiere de varios niveles de jerarquía
y control para desarrollar proyectos exitosos. Se ha empezado a revertir la tendencia
a contar con grandes pirámides jerárquicas, con fuerte predominio de relaciones
verticales de subordinación.
Tiempos de rápidos cambios exigen rápidas respuestas, construidas sobre recreaciones del saber, múltiples e inteligentemente articuladas en el diseño de un
producto o de un servicio.
Una organización que concentra hacia arriba todas las
facultades de diseño y decisión es incapaz de responder con eficacia y eficiencia a
los nuevos desafíos. Las grandes pirámides incrementan los costos de funcionamiento,
desconocen las competencias y los saberes específicos desarrollados en los distintos
niveles personales.
La jerarquía formaliza la comunicación, multiplica las posibilidades
de incomunicación y los déficits de consenso.
El rediseño de las organizaciones se construye sobre otras bases: una pluralidad
de sujetos con sus múltiples saberes, la consideración del aprendizaje sobre la
misma organización y la construcción de futuro que oriente hacia dónde dirigirse.
En consecuencia, la estructura se “achata”, se simplifica y se redefine el sentido
de los roles y de las funciones de todos los que trabajan en una organización.
En un entorno de acelerados cambios y de gran dinamismo social y cultural,
las organizaciones están forzadas a un dilema de hierro: propiciar procesos de
mejora continua o hacerse invisibles frente a las múltiples demandas; estos
contextos necesitan nuevos estilos de dirección: se trata del desafío del liderazgo,
del cambio permanente y aprendizaje sobre lo que hacemos.
La comprensión del cambio
Cuando se habla de la escuela, suelen surgir las analogías con las empresas. Sin embargo,
esas analogías se discuten. Las escuelas no son empresas. Los niños no son productos.
Por regla general, los educadores no consiguen beneficios.
No obstante, las escuelas y las empresas no son absolutamente diferentes. Los
grandes institutos de secundaria, en particular, comparten bastantes características
importantes con las empresas: gran cantidad de personal, jerarquías de mando bien
delineadas, divisiones de responsabilidad especializadas, demarcación de tareas y papeles,
y problemas para conseguir coherencia y coordinación.
Cuando el mundo empresarial
entra en crisis importantes y sufre transiciones profundas, las organizaciones de servicios
humanitarios, como los hospitales y las escuelas, deben prestar mucha atención, porque
pronto las afectarán crisis semejantes.
Es difícil que algún observador del mundo social que le rodea no tenga conciencia
de los enormes cambios que están produciéndose en el mundo empresarial.
Reestructuraciones, reducciones de plantilla, cambio de organización que están teniendo
que afrontar muchas empresas y sus empleados. Los negocios quiebran. Las jerarquías
de las organizaciones se hacen más uniformes y los estratos de la burocracia desaparecen.
El liderazgo y la forma de ejercerlo experimentan extraordinarias transformaciones.
Cuando las estructuras tradicionales se consumen y aparecen otras nuevas, las pautas de
cambio se celebran, a veces, con elogios a la potenciación personal o al aprendizaje y
desarrollo de la organización. En otras ocasiones, las celebraciones no son sino el velado
eufemismo del colapso de la empresa, de la crueldad gerencial o de la quiebra calculada.
Dependiendo del punto de vista de valores de cada uno y, a veces, de la situación también,
estas transformaciones de la vida de la empresa pueden ser heroicas u horrendas. En cualquier
caso, su impacto en el mundo empresarial y más allá de él es formidable.
Las transformaciones sociales a las que estamos asistiendo al final del milenio van
mucho más allá del mundo empresarial.
Los grandes cambios en la vida económica y de
las organizaciones van acompañados por cambios igualmente profundos, con los que se
interrelacionan, en la organización y el impacto del saber y de la información; en la expansión
global del peligro ecológico, con la creciente conciencia pública de ese peligro; en la
reconstrucción geopolítica del mapa global; en la restitución y reconstitución de las
identidades nacionales y culturales e, incluso, en la redifinición y reestructuración de las
identidades humanas (human selves).
Aunque, en cierto sentido, el cambio es ubicuo, el péndulo social siempre está
oscilando y no hay nada nuevo bajo el sol, la yuxtaposición de estos cambios generalizados
hace que sea más que un simple cambio de moda social.
En efecto, no es demasiado
dramático decir que estos cambios combinados y conectados marcan el declive de un
período sociohistórico clave y la llegada de otro. Este significativo cambio sociohistórico
nos plantea problemas muy importantes en torno al fin del siglo.
Dado su papel en la preparación de las generaciones del futuro, las consecuencias
de estos cambios son especialmente importantes para los profesores. Sin embargo,
aunque las reverberaciones del cambio están empezando a dejarse sentir en el ámbito
educativo, a menudo sólo se comprenden vagamente.
En realidad, la bibliografía general
sobre el cambio educativo lo ha tratado de forma más bien pobre.
La bibliografía sobre el cambio educativo está repleta de teorías y modos de ver lo
que ha llegado a conocerse como el proceso de cambio.
Tratando los aspectos más
genéricos del cambio educativo, esta bibliografía nos ha ayudado a apreciar cómo se
implementa el cambio, cómo las personas lo realizan por su cuenta y cómo persiste el cambio y, con el tiempo, se institucionaliza. Sin embargo, con frecuencia, la atención
intensiva y acumulativa dispensada al proceso de cambio ha llevado a lo que Robert
Merton llamaba desplazamiento de metas.
Dicho desplazamiento se produce cuando nos quedamos tan fascinados por los
medios con los que tratamos de alcanzar nuestras metas que aquéllos suplantan, en último
extremo, a éstas.
Los objetivos originales acaban pasándose por alto u olvidándose. A
menudo, la preocupación por el proceso de cambio acaba así.
Cuando los esfuerzos se
canalizan hacia la implementación, las razones iniciales para efectuar el cambio pasan
rápidamente a segundo plano.
En consecuencia, las personas afectadas se preguntan a menudo qué objeto tiene
el cambio.
No tienen claros sus orígenes, sus fines ni su relevancia para alcanzarlos.
Aunque ahora nos encontramos con un impresionante discurso profesional sobre el
proceso de cambio, nuestra atención al fin y al contexto del cambio y a los discursos
mediante los que se interpreta y expresa, sale relativamente mal parada.
El discurso se basa en la proposición fundamental de que los problemas y los cambios
a los que se enfrentan profesores y escuelas no están confinados a los límites estrictos
de la educación, sino que se enraízan en una importantísima transición sociohistórica
desde el período de la modernidad al de la postmodernidad.
Las demandas y contingencias
del mundo postmoderno, cada vez más complejo y acelerado, están afectando de forma
creciente a profesores y escuelas.
Sin embargo, a menudo su respuesta es inadecuada o ineficaz, dejando intactos los
sistemas y estructuras del presente o retirándose a los reconfortantes mitos del pasado.
Las escuelas y los profesores tratan de aplicar soluciones burocráticas de corte modernista:
más sistemas, más jerarquías, más imposición del cambio, más de lo mismo.
O se retiran con nostalgia a los mitos premodernos de la comunidad, el consenso y la
colaboración, en donde lo pequeño es hermoso y las amistades y la lealtad vinculan a los
profesores y a otros en redes tupidas y protegidas de objetos y pertenencias comunes.
En muchos aspectos, las escuelas siguen siendo instituciones modernistas y, en
algunos casos, incluso premodernas, que se ven obligadas a operar en un complejo
postmoderno.
A medida que pasa el tiempo, la distancia entre el mundo de la escuela y
el mundo exterior a la misma se hace cada vez más evidente. El carácter anacrónico de
la escolarización es cada vez más transparente. Esta disparidad define gran parte de la
crisis contemporánea de la escolarización y la enseñanza.
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