LA PALABRA EXPRESADA
La
pandemia se posesionó, en silencio, como capataz de todas las emociones e hizo
que la existencia pasara cuadro a cuadro por la moviola del destino, como quien
arma un escenario con cientos de retazos que van aflorando de la galera del yo.
Su trivialización original fue una alegoría de verbalización. La primera
impresión no era tanto el ser fuertes, sino el saber respetar las debilidades.
Era algo nuevo. Era una apología sin épica ni modelo. Era esa sensación simbólica
de un despertar kafkiano o una
pesadilla Stevensoniana. La pandemia era el Estigia desembocando en el tártaro
de los más vulnerables. Era un monologo errante de pensamientos como el Quijote
de León Felipe, sin peto y sin espaldar. Era un dialogo gótico entre Samsa,
Jekyll y Hyde, discutiendo quién
entregaba la moneda a Caronte para sobrevivir al Hades. La pandemia se hizo eco
en mí, como esa visión de “El Drama del desencantado” de García Márquez… Más no
quería terminar reventado contra el pavimento, sin saber cuántas cosas me
faltaban por vivir. Hasta que una voz rompió la hegemonía del silencio.
Recelosa
la mente armaba triadas para ocupar la incertidumbre y apartar aquel cáliz. No
fue difícil soñar en el Gólgota, eclipsado por la sinrazón y como un Dimas – el
buen ladrón- yo estaba allí, con la pistola del destino en la mano ante tres
hombres con las manos arriba, mientras le exigía, al más lacerado, una
respuesta de vida.
Era
una pesadilla blasfema, pero al fin y al cabo una forma de copar los sueños,
porque había tiempo para ello. Aunque, en la mañana, luego de comprobar que
estaba vivo, sólo lograba recordar, vagamente, tres clavos en una cruz
pinchando las extremidades de la salvación. Era un remanente de esperanza
purgada por el reencuentro de Prometeo. La desesperación incrustada de ese niño
lazarillo, guiando un autor anónimo.
El día
dejó de ser una secuencia de mañana -tarde y noche. El día era noche, la tarde
era ecléctica y la mañana inmarcesible. En la noche se levantaba un infierno
desde el eufemismo del miedo- La tarde era un purgatorio con trompetas de
amnesia Y la mañana era un respirar profundo, un paraíso donde hacía eco la
vida. Y debo confesar: Con el paso de la cuarentena, la tarde se hizo paraíso,
por un poco más de ocho minutos…
El
día, era simplemente una soga de tres hebras – miedo, amnesia y vida- en busca
de un ahorcado Esa cuerda de tres hilos se hizo un dilema donde se amagaba,
cada día, con ultimar la esperanza; con la ilusión que nadie moviera el
patíbulo. ¡Pero la esperanza era inmortal! Al fin y al cabo, el encierro era el
cadalso. Todo pendía de un lazo que inducia a un nudo en ocho, de esos que
resiste más la tensión; ese que empieza entrelazado con un bucle de infinito,
retorciendo las fibras del destino: Infierno, purgatorio y paraíso.
Ese
dilema alteraba no sólo el mito de la identidad, sino la mente misma y hacía
que a través de mi ventana viera o imaginara- ya ni sé- el mito de la caverna… ¿la
diferencia? afuera no había sombras, sólo el eco de vidas que fantasmeaban
invisibles, porque yo sabía que por allí habían pasado. Esa duda me hacia un
somnoliento Jekyll y al mismo tiempo un abyecto Hyde. ¡Sin remedio!
En
la mesa de noche estaba aquel libro, dos veces destapado. Dos veces repasado: “El
hombre duplicado”, de Saramago; pero pudo mas el pensamiento en Heidegger,
porque sin remedio estaba en el circulo vicioso del pensamiento: daba un paso
atrás, para pensar lo impensado en todo lo que me puso a pensar la pandemia.
Esta significaba muerte y ya tenía la convicción de que la muerte, era, palabras
más, palabras menos, la más plena posibilidad de la imposibilidad de otra
posibilidad. Y es que nos cuesta pensar en la muerte porque ella tiene dos
caras opuestas: indiferencia y olvido
No
quería leer a Saramago. En el fondo no quería ser Tertuliano en el proscenio de
la pandemia. Esta no merecía mi razón y mucho menos sentido común alguno; era
algo sui generis. Nuevo. Dolorosamente indigno de estrenar. ¡Era una pesadilla!
Que me convertía en cucaracha. ¡Tampoco quería llamarme Gregorio!
Pronto
descubrí la razón de toda esa disertación. Para entonces, todas las
descripciones e interpretaciones eran como ese diálogo en el mito de la
lingüística, que Platón desarrolla en Crátilo.
Por
los resquicios de las ventanas del mundo, encerrados todos, se escapaba un
debate sobre la naturalidad o convencionalidad de las palabras, ya fuera
coronavirus o la COVID. Pero el ¡Eureka! no llegó de las palabras pensadas,
sino de las palabras expresadas.
Mi
deambular entre el infierno y el paraíso empezaba a las cinco de la tarde y se
prolongaba con el eco por ocho minutos 47 segundos.
Lo
asocie al nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música… ¡8`47`` era
un número mágico!
Esa
voz… esa voz, era la cadencia de Nietzsche transformando el sufrimiento hacia
el arte de la voluntad de poder, hasta romper el miedo. Yo, que me sentía
medianamente feliz y pleno, estaba viviendo la tragedia, desde el pesimismo de la
vida ante la inminencia de una muerte que agazapada me esperaba afuera, de
manera furtiva y a mansalva. Esa voz era la afirmación de mi vida… Eran con el
tiempo, ocho minutos 47 segundos de cortejo báquico; aunque su composición
fuera anodina. No era una trilogía de Esquilo, tampoco el prólogo de Sófocles y
menos el revisionismo racionalista de Eurípides… Esa voz era la mano de San
Bernardo dirigiendo a Dante durante ocho minutos y 47 segundos por los tres
últimos círculos del paraíso.
Si,
aquella voz, en medio de la tragedia, no podía ser asimilada a un autor
conocido y su expresión era tan natural ¿en qué consistía ese influjo que se
producía en mí? ¿Dónde estaba el nomo de esta tragedia? ¿Quizás Crátilo tenía
razón y el Coronavirus, era la consagración real de lo dionisiaco en el hombre
de manera natural? ¿Era una coronación del pecado en su apocalipsis?
¡Oh!
eran muchas preguntas para coronar los ocho minutos y 47 segundo más prosaicos
de mi vida, en la inmensidad del silencio. Definitivamente ¡la palabra es un
órgano vivo, una semilla inmortal!
Atrás
quedaba el infierno de mi pesadilla gótica. Los presagios y maldiciones
mediáticas. La atmosfera de miedo y el entorno de silencio… El villano estaba
afuera y mi escudo era un barbijo, con el cual, como el buen Quijote, en horas
de desaliento vivía un amoroso batallar. No sabía qué era más fuerte, si la
angustia emocional o la debilidad de mi pensar… No sabía si era novela o
realidad…
Se
iniciaba el ritual. Sólo a las cinco de la tarde, como parodiando a Lorca: un
hombre traía su carga blanca… Lo demás era muerte y sólo muerte, y la muerte
ponía huevos en la herida, cuando el eco dejaba a lo lejos su gangrena y el
silencio volvía a sonar. ¿Por qué ese tiempo? Simple, era tan grato que asumí
que debía saber con exactitud qué tanta compañía podía tener.
Si,
era una apología sin épica…Entonces las tres hebras volvían a pender de la
esperanza y la muy caprichosa, con algo de optimismo, derramaba su expectativa
de purgatorio, como una riada de deseos en una ciudad absolutamente vacía,
limpia y habitada por omisiones y disimulos, tan propios del mutismo como la
algarabía contenida. Era la más inmensa autocensura del pavimento.
Pero
él venía cargado de blancura… y el poniente dejaba oír el susurro, llamando al
pueblo y alargando la eeeee hasta el cansancio y dando la buena nueva. Ratifique
aquella verdad: ¡El hombre pertenece al lenguaje y en él acontece su vida!
El
sonido avanzaba con la misma expectación de una cámara subjetiva, en una
película de terror, cuando el malo persigue al bueno. El mayor vibrato
acontecía frente a mi ventana. Allí estaba yo, con un pocillo de café en la
mano, brindando con aquella anónima voz, sintiendo su acústica en el alma… haciéndome
sentir vivo y que no estaba solo… Era Crátilo aseverando que: “el que conoce
los nombres conoce también las cosas” pero yo sabía que era un hombre o mejor
la voz de un hombre en lontananza que se iba dibujando desde la niebla hasta
hacerse la realidad de un hombre frente a mi ventana… Era una voz venciendo al
Minotauro del Séptimo circulo de Dante, pregonando la ricura. Era Hermógenes
determinando que “el nombre y lo nombrado venía dado por la costumbre” pero en
honor a la verdad, yo no era un campesino y no siempre ese adjetivo debe ser
asumido por alguien que vive en el campo y volvía el problema de la
identificación y se hace razón Nietzsche ¡toda identidad es un engaño!
Estaba
sólo…Era un tu a tu entre mi voz interior y esa voz que anhelaba y esperaba con
una taza de café a las cinco de la tarde. Juro que era como esa sirena que en
los pueblos sonaba las doce meridiano o el toque de muerto, que no era más que
el doblar de las campanas para la misa de difuntos. Esa voz se hizo referente e
imaginario individual. Esa voz era mi reloj circadiano, era mi fantasma
privado, era mi psicofonía gritándome: ¡Boo, estás vivo!
Es
raro, se indaga por el camino, estando ya en el camino buscado. Sigue siendo
raro, pero aquel hombre solo empezaba a gritar a las cinco de la tarde: “oiidooooo
pueeeblo…llegó a ricura, el delicioso que campesino, quesoooo!
¿Cómo
un vendedor de queso podía despertar tanto en mí?
¡Era
increíble que un ser que ni siquiera existiera en la presencialidad fue mi
referente en la ausencia!
¡Entonces
mi café se alistaba a las cinco de la tarde, era como una moneda de cambio …sabía
que se la estaba entregando a mi Caronte con un sorbo de salud! ¡Durante los 8
minutos 47 segundos que duraba su paseíllo!
¡Eran las cinco en punto de la tarde, un
hombre anónimo traía su carga blanca – de queso- a las cinco de la tarde!
Al
pasar, él, sin saberlo, tenía en mí, muy presente que teníamos una cita al otro
día a las cinco de la tarde. Entonces en mi ser el eco de Dante se hacía
purgatorio: “La flecha del destino, cuando se espera viaja lenta”.
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