domingo, 13 de febrero de 2022

UN ENSAYO

 

LA PALABRA EXPRESADA

La pandemia se posesionó, en silencio, como capataz de todas las emociones e hizo que la existencia pasara cuadro a cuadro por la moviola del destino, como quien arma un escenario con cientos de retazos que van aflorando de la galera del yo. Su trivialización original fue una alegoría de verbalización. La primera impresión no era tanto el ser fuertes, sino el saber respetar las debilidades. Era algo nuevo. Era una apología sin épica ni modelo. Era esa sensación simbólica de un despertar kafkiano o una pesadilla Stevensoniana. La pandemia era el Estigia desembocando en el tártaro de los más vulnerables. Era un monologo errante de pensamientos como el Quijote de León Felipe, sin peto y sin espaldar. Era un dialogo gótico entre Samsa, Jekyll y Hyde, discutiendo quién entregaba la moneda a Caronte para sobrevivir al Hades. La pandemia se hizo eco en mí, como esa visión de “El Drama del desencantado” de García Márquez… Más no quería terminar reventado contra el pavimento, sin saber cuántas cosas me faltaban por vivir. Hasta que una voz rompió la hegemonía del silencio.

 El día del encierro. ¿Cómo no recordarlo! El día se fue haciendo un todo sin nada. Tan original como una experiencia onírica guiada por un noctambulo por los recovecos de la lujuria, la soberbia y la codicia. La moviola parecía sincronizada por el tierno Lázaro de Tormes en la encrucijada de nueve caminos; era Virgilio llevando a Dante. Fue el tiempo, si el tiempo, el que poco a poco fue describiendo el rostro de un virus que tomaba fuerza como sujeto nulo o el hombre incierto que moraba acontecido en el lenguaje. La pandemia se hizo un despertador de mitos buscando nichos en imaginarios de zozobra. Hasta que un día, la calamidad entre rayos y centellas tomó forma en los púlpitos apocalípticos, despertando el Armagedón: ¡se llamó COVID y se apellidaba ad eternum! Dijeron que era de generación espontánea, para entonces, y a escala, se cerraba el mundo. Se vivificaba el drama de Getsemaní: La expiación.

Recelosa la mente armaba triadas para ocupar la incertidumbre y apartar aquel cáliz. No fue difícil soñar en el Gólgota, eclipsado por la sinrazón y como un Dimas – el buen ladrón- yo estaba allí, con la pistola del destino en la mano ante tres hombres con las manos arriba, mientras le exigía, al más lacerado, una respuesta de vida.

Era una pesadilla blasfema, pero al fin y al cabo una forma de copar los sueños, porque había tiempo para ello. Aunque, en la mañana, luego de comprobar que estaba vivo, sólo lograba recordar, vagamente, tres clavos en una cruz pinchando las extremidades de la salvación. Era un remanente de esperanza purgada por el reencuentro de Prometeo. La desesperación incrustada de ese niño lazarillo, guiando un autor anónimo.

El día dejó de ser una secuencia de mañana -tarde y noche. El día era noche, la tarde era ecléctica y la mañana inmarcesible. En la noche se levantaba un infierno desde el eufemismo del miedo- La tarde era un purgatorio con trompetas de amnesia Y la mañana era un respirar profundo, un paraíso donde hacía eco la vida. Y debo confesar: Con el paso de la cuarentena, la tarde se hizo paraíso, por un poco más de ocho minutos…

El día, era simplemente una soga de tres hebras – miedo, amnesia y vida- en busca de un ahorcado Esa cuerda de tres hilos se hizo un dilema donde se amagaba, cada día, con ultimar la esperanza; con la ilusión que nadie moviera el patíbulo. ¡Pero la esperanza era inmortal! Al fin y al cabo, el encierro era el cadalso. Todo pendía de un lazo que inducia a un nudo en ocho, de esos que resiste más la tensión; ese que empieza entrelazado con un bucle de infinito, retorciendo las fibras del destino: Infierno, purgatorio y paraíso.

Ese dilema alteraba no sólo el mito de la identidad, sino la mente misma y hacía que a través de mi ventana viera o imaginara- ya ni sé- el mito de la caverna… ¿la diferencia? afuera no había sombras, sólo el eco de vidas que fantasmeaban invisibles, porque yo sabía que por allí habían pasado. Esa duda me hacia un somnoliento Jekyll y al mismo tiempo un abyecto Hyde. ¡Sin remedio!

En la mesa de noche estaba aquel libro, dos veces destapado. Dos veces repasado: “El hombre duplicado”, de Saramago; pero pudo mas el pensamiento en Heidegger, porque sin remedio estaba en el circulo vicioso del pensamiento: daba un paso atrás, para pensar lo impensado en todo lo que me puso a pensar la pandemia. Esta significaba muerte y ya tenía la convicción de que la muerte, era, palabras más, palabras menos, la más plena posibilidad de la imposibilidad de otra posibilidad. Y es que nos cuesta pensar en la muerte porque ella tiene dos caras opuestas: indiferencia y olvido

No quería leer a Saramago. En el fondo no quería ser Tertuliano en el proscenio de la pandemia. Esta no merecía mi razón y mucho menos sentido común alguno; era algo sui generis. Nuevo. Dolorosamente indigno de estrenar. ¡Era una pesadilla! Que me convertía en cucaracha. ¡Tampoco quería llamarme Gregorio!

Pronto descubrí la razón de toda esa disertación. Para entonces, todas las descripciones e interpretaciones eran como ese diálogo en el mito de la lingüística, que Platón desarrolla en Crátilo.

Por los resquicios de las ventanas del mundo, encerrados todos, se escapaba un debate sobre la naturalidad o convencionalidad de las palabras, ya fuera coronavirus o la COVID. Pero el ¡Eureka! no llegó de las palabras pensadas, sino de las palabras expresadas.

Mi deambular entre el infierno y el paraíso empezaba a las cinco de la tarde y se prolongaba con el eco por ocho minutos 47 segundos.

Lo asocie al nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música… ¡8`47`` era un número mágico!

Esa voz… esa voz, era la cadencia de Nietzsche transformando el sufrimiento hacia el arte de la voluntad de poder, hasta romper el miedo. Yo, que me sentía medianamente feliz y pleno, estaba viviendo la tragedia, desde el pesimismo de la vida ante la inminencia de una muerte que agazapada me esperaba afuera, de manera furtiva y a mansalva. Esa voz era la afirmación de mi vida… Eran con el tiempo, ocho minutos 47 segundos de cortejo báquico; aunque su composición fuera anodina. No era una trilogía de Esquilo, tampoco el prólogo de Sófocles y menos el revisionismo racionalista de Eurípides… Esa voz era la mano de San Bernardo dirigiendo a Dante durante ocho minutos y 47 segundos por los tres últimos círculos del paraíso.

Si, aquella voz, en medio de la tragedia, no podía ser asimilada a un autor conocido y su expresión era tan natural ¿en qué consistía ese influjo que se producía en mí? ¿Dónde estaba el nomo de esta tragedia? ¿Quizás Crátilo tenía razón y el Coronavirus, era la consagración real de lo dionisiaco en el hombre de manera natural? ¿Era una coronación del pecado en su apocalipsis?

¡Oh! eran muchas preguntas para coronar los ocho minutos y 47 segundo más prosaicos de mi vida, en la inmensidad del silencio. Definitivamente ¡la palabra es un órgano vivo, una semilla inmortal!

Atrás quedaba el infierno de mi pesadilla gótica. Los presagios y maldiciones mediáticas. La atmosfera de miedo y el entorno de silencio… El villano estaba afuera y mi escudo era un barbijo, con el cual, como el buen Quijote, en horas de desaliento vivía un amoroso batallar. No sabía qué era más fuerte, si la angustia emocional o la debilidad de mi pensar… No sabía si era novela o realidad…

Se iniciaba el ritual. Sólo a las cinco de la tarde, como parodiando a Lorca: un hombre traía su carga blanca… Lo demás era muerte y sólo muerte, y la muerte ponía huevos en la herida, cuando el eco dejaba a lo lejos su gangrena y el silencio volvía a sonar. ¿Por qué ese tiempo? Simple, era tan grato que asumí que debía saber con exactitud qué tanta compañía podía tener.

Si, era una apología sin épica…Entonces las tres hebras volvían a pender de la esperanza y la muy caprichosa, con algo de optimismo, derramaba su expectativa de purgatorio, como una riada de deseos en una ciudad absolutamente vacía, limpia y habitada por omisiones y disimulos, tan propios del mutismo como la algarabía contenida. Era la más inmensa autocensura del pavimento.

Pero él venía cargado de blancura… y el poniente dejaba oír el susurro, llamando al pueblo y alargando la eeeee hasta el cansancio y dando la buena nueva. Ratifique aquella verdad: ¡El hombre pertenece al lenguaje y en él acontece su vida!

El sonido avanzaba con la misma expectación de una cámara subjetiva, en una película de terror, cuando el malo persigue al bueno. El mayor vibrato acontecía frente a mi ventana. Allí estaba yo, con un pocillo de café en la mano, brindando con aquella anónima voz, sintiendo su acústica en el alma… haciéndome sentir vivo y que no estaba solo… Era Crátilo aseverando que: “el que conoce los nombres conoce también las cosas” pero yo sabía que era un hombre o mejor la voz de un hombre en lontananza que se iba dibujando desde la niebla hasta hacerse la realidad de un hombre frente a mi ventana… Era una voz venciendo al Minotauro del Séptimo circulo de Dante, pregonando la ricura. Era Hermógenes determinando que “el nombre y lo nombrado venía dado por la costumbre” pero en honor a la verdad, yo no era un campesino y no siempre ese adjetivo debe ser asumido por alguien que vive en el campo y volvía el problema de la identificación y se hace razón Nietzsche ¡toda identidad es un engaño!

 La pandemia era una intangibilidad tangible, una muerte que no veo, pero está ahí esperándome con su guadaña. Entonces comprendí que tenía una gran duda… Sólo podía hacer lo de Santo Tomás, pero no tenía los arrestos de Ignacio Sánchez Mejías o la paciencia de Gandhi y temía que su máxima de “cuida tu pensamiento porque se volverán actos…” me tomara por sorpresa. Todo se hacía en mí una disquisición filosófica, como un concepto aporético que deambulaba entre lo necesario y lo imposible.

Estaba sólo…Era un tu a tu entre mi voz interior y esa voz que anhelaba y esperaba con una taza de café a las cinco de la tarde. Juro que era como esa sirena que en los pueblos sonaba las doce meridiano o el toque de muerto, que no era más que el doblar de las campanas para la misa de difuntos. Esa voz se hizo referente e imaginario individual. Esa voz era mi reloj circadiano, era mi fantasma privado, era mi psicofonía gritándome: ¡Boo, estás vivo!

Es raro, se indaga por el camino, estando ya en el camino buscado. Sigue siendo raro, pero aquel hombre solo empezaba a gritar a las cinco de la tarde: “oiidooooo pueeeblo…llegó a ricura, el delicioso que campesino, quesoooo!

¿Cómo un vendedor de queso podía despertar tanto en mí?

¡Era increíble que un ser que ni siquiera existiera en la presencialidad fue mi referente en la ausencia!

¡Entonces mi café se alistaba a las cinco de la tarde, era como una moneda de cambio …sabía que se la estaba entregando a mi Caronte con un sorbo de salud! ¡Durante los 8 minutos 47 segundos que duraba su paseíllo!

 ¡Eran las cinco en punto de la tarde, un hombre anónimo traía su carga blanca – de queso- a las cinco de la tarde!

Al pasar, él, sin saberlo, tenía en mí, muy presente que teníamos una cita al otro día a las cinco de la tarde. Entonces en mi ser el eco de Dante se hacía purgatorio: “La flecha del destino, cuando se espera viaja lenta”.

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Doctorado. Recursos lexicales parentales y medíaticos

 Curriculo. Grado undécimo. Bachillerato Humanidades. Por John Jairo Botero González.